Prometían ser una vacaciones en familia realmente divertidas. Quién iba a decirnos que nada tenían que ver las expectativas con la realidad. Después del primer día de diversión en que las bromas, los paseos en barco, los baños en la playa y los castillos de arena se sucedieron unos detrás de otros, llegó el final del día. Mi hermano y yo, almas jóvenes e inquietas, deseosos de aventuras, no podíamos creer que mis padres, cansados, acabaran durmiéndose tan pronto en la cama del hotel. Siempre habíamos sido niños buenos pero...¿qué pasaba si no nos comportábamos como tal un sólo día? Una sola vez no hacía daño a nadie, ¿no? Qué equivocados estábamos.
Salimos a escondidas de la habitación para explorar aquellos nuevos territorios, tan desconocidos para nosotros. Después de escaquearnos del hotel sin que nadie nos viera, caminamos a lo largo de la orilla de la playa. Comenzamos mojándonos los pies en el agua, salpicándonos, haciendo competiciones: a ver quién cogía más conchas. Después de un rato de diversión, divisamos una cueva a lo lejos. El instinto de supervivencia nos decía que debíamos alejarnos de allí, pero no le hicimos caso. Estábamos demasiado cargados de adrenalina. Entramos en la cavidad con muchísimo cuidado, por si nos encontrábamos con algún animal o reptil peligroso. Lo que descubrimos superaba toda nuestra imaginación.
Descubrimos unos tipos muy extraños, de piel muy morena. Delgados, casi esqueléticos y con la cabeza rapada. Todo su cuerpo estaba marcado con pintura blanca. Tenían raptados a algunos turistas. Lo sabíamos porque muchos se hospedaban en nuestro mismo hotel y nos los habíamos cruzado por los pasillos. Llevaban bozales y mordazas, de forma que no podían gritar, ni moverse como consecuencia de la inmovilización de las manos y los pies. Las lágrimas corrían desbocadas por sus mejillas, reflejando su desesperación.
Cuando vimos el propósito de aquellos raptos, quisimos correr, huír de allí. Al menos, yo no pensaba en otra cosa. Debíamos avisar a alguien. A nuestros padres, a la policía, a los responsables del hotel. A quien fuera. Dos tipos sujetaron entre ambos a uno de los turistas, de pelo rubio y ojos castaños. Un tercero pareció atravesar su pecho con la mano, como si fuera a arrancarle el corazón. Ése era el caso. Sin embargo, en cuanto el corazón salía del cuerpo, parecía convertirse en un majestuoso diamante. El turista cayó inerte en el suelo.
Mi hermano, inconsciente o conscientemente, se adelantó para ver mejor, sin escuchar mis consejos en susurros. Vi, impotente, cómo lo descubría uno de aquellos tipos y lo raptaban para hacerle los mismo que a los demás. Sin embargo, las víctimas no morían. El corazón era el alma, y sin el alma se levantaban como zombies, sin conciencia, no siendo ellos mismos. Eran títeres en manos de aquella gente.
Necesitaba salvar a mi hermano. Me adentré en la cueva, intentando fingir ser uno de ellos, un caminante sin alma ni corazón. Parecía un plan perfecto. Agarrar a mi hermano y salir corriendo de allí. Sin embargo, no fue así. Uno de ellos me descubrió. Me agarraron entre varios, con la intención de arrancarme el corazón como a todos los demás. Oh, Dios mío. ¿Qué podía hacer? Sentí un dolor tan fuerte... no logré a escucharme a mí misma, pero sabía que estaba gritando.
Después, todo se volvió oscuro.
Este texto forma parte del libro "Pensamientos desastrosos".
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