El silencio de aquel lugar era aterrador, pero lo fue aún más cuando sentí unas pisadas. Me quedé petrificada cuando me di la vuelta. Era un hombre, aunque más que eso, un mastodonte. Iba rapado y sus músculos enormes, casi deformes, me inspiraron bastante miedo. Sin duda, era un señor del mal, un sirviente de Uriel. Debía de sacarme como unas dos cabezas, si no eran más, y casi el doble de ancho. Soltó un grito desgarrador que me heló la sangre en lo más profundo del pecho. Enseñó unos enormes dientes, que se me antojaron como los de los lobos de los documentales que nos enseñaban en el convento. Cuando comenzó a moverse, yo no podía más que pensar que estaba más cerca de parecerse a un animal salvaje que a un ser humano. Parecía volverse loco con sus desconcertantes e inesperados movimientos. A juzgar por sus acciones, no me atacaba, supuse que sólo se trataba de una técnica de distracción. Caí al suelo como consecuencia del inesperado impacto. No le había visto venir. Me sentía inconsciente, como si yo no estuviera allí ni formara parte de aquella pelea. Mi mente ausente se encontraba a miles de kilómetros de allí. Me arrastré como pude, hincando los dedos en la tierra y las hojas, esperando poder levantarme de un impulso. Cuando por fin me levanté, el tipo dio una voltereta en el aire, acercándose nuevamente, con una rapidez impresionante en las piernas. Sus pies parecían no tocar el suelo y se contoneaba hacia un lado y otro, en un intento por distraerme de nuevo.
¡Maldita sea, Isobel! Eres la hija de un demonio, puedes hacerlo mejor.
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