desorientadas, no sabiendo dónde esconderse.
El estallido era tal que me apresuré a bajar a la planta inferior, donde parecía que se habían dirigido todas las chicas. Sin embargo, una voz me paró en seco, tan miserablemente familiar que sentí repulsión.
Jesús.
—Dime una hora.
—¿Dónde estás, maldito? ¡Sé que esto es cosa tuya! — grité, furiosa.
Entonces, entendí que él no podía estar allí. Era territorio sagrado. Sentí cómo se me desbocaba el corazón y la bilis subía por mi garganta, a punto de estallar.
—Dime una hora— repitió Jesús, en mi cabeza.
Le ignoré. Terminé de bajar los escalones, casi a la carrera y a punto de caerme de bruces y romperme los dientes. El jaleo no era tan abrumador, algunas habían dejado de gritar, por lo visto. Los pasillos del orfanato estaban desiertos, hasta que determiné que se habían encerrado en el comedor. Las ranas seguían moviéndose a mi alrededor. Di varios golpes contra la puerta.
—¡Soy Isobel! ¡Falto yo!
¿Cómo había dado lugar a quedarme sola? Nadie me abrió. Procedían ruidos correspondientes a golpes, supuse, contra las ranas que se habrían colado dentro del comedor. Otros de esos ruidos indicaban que estaban siendo exterminadas. Sin embargo todavía quedaban las que se hallaban conmigo y esparcidas por todo el orfanato, que era la inmensa mayoría. Golpeé de nuevo la puerta, esta vez, se abrió rápidamente y una mano asió fuertemente mi manga y tiró con fuerza hacia dentro. Por suerte, únicamente tres ranas lograron colarse. Al instante, quedaron exterminadas por las chicas.
—Dime una hora — repitió nuevamente la alucinación a la que volví a hacer caso omiso. Luego, dijo:
— Tú lo has querido.
Todavía quedaban algunas ranas en el comedor y tuvo que pasar sobre una media hora más o menos antes de ser exterminadas por completo. No pude evitar entristecerme al ver el desolador panorama. Chicas aterradas, monjas desorientadas y agotadas, los cadáveres de los anfibios aplastados y mutilados por toda la sala… ¿Qué demonios había ocurrido? ¿Cómo habían aparecido tantas ranas de repente? Deducía, desde el primer momento, que tendría que haber sido obra de Jesús, pero se suponía que el convento era un lugar sagrado sobre el que él no tenía poder.
—Chica mala. No me has hecho caso — se burló de mí.
Entonces, ocurrió algo inesperado. De las rendijas de las ventanas y los conductos de la calefacción comenzaron a arremolinarse cientos, tal vez miles, de mosquitos. Gritos aterrados hicieron acto de presencia, ya que los insectos parecían formar un ejércitos de insectos domesticados y amaestrados para atacar.
—Dime una hora.
Se abalanzaron sobre todas nosotras perforándonos la piel. Normalmente, cuando un mosquito te pica, notas la hinchazón que te produce después de su picadura; pero éstos eran distintos, ya que podía sentir cómo se succionaban la sangre. Corrí hacia la despensa, pensando que habría un insecticida con el que hacer frente a aquella plaga y me di cuenta de que no había sido la única en pensar aquello. Sor María ya estaba allí, con las manos introducidas en el botiquín. Sacó varios botes, dándome uno a mí, quedándose ella con otro y repartiendo el resto entre las chicas más cercanas a nosotras. Sin embargo, antes de terminar con los mosquitos, otros insectos emergieron de la nada: los tábanos.
Un enjambre de tábanos rabiosos y furiosos se extendía por el comedor a una velocidad alarmante. Su picadura, a diferencia de los mosquitos, era mucho más insufrible, dejando la piel afectada, enrojecida, inflamada y con terrible picor que hacía retorcerse de dolor.
Un chip se activó en mi cerebro y me hizo recordar la frase de Jesús: “Dime una hora”.
En el Antiguo Testamento de la Biblia, Dios, a través de Moisés, lanzaba plagas al Faraón para que liberase a su pueblo. Para demostrar que aquello era un castigo divino y no un fenómeno de la naturaleza, Moisés animó al Faraón a decir una hora exacta y, en ese momento, todas las plagas morían. No llevaba reloj, y el resto de personas estaban, como yo, demasiado ocupadas lidiando con todos los insectos. Al fondo del comedor había un reloj de pared que marcaba las horas en punto, para no desperdiciar ni un minuto más de los necesarios más en el comedor y volver a nuestra rutina de estudios y rezos.
Los insectos me cubrían casi por completo, incluyendo el rostro, así que apenas veía nada. No podía desasirme de ellos, así que tendría que correr hacia el reloj llevándome por mi instinto. Durante el trayecto choqué varias veces contra otras chicas, pero no pude reconocer a ninguna y también tropecé por la falta de visión contra mesas y sillas, cayendo brutalmente al suelo. Cuando por fin llegué hasta mi destino, cogí el reloj entre mis manos y vislumbré la hora a duras penas. Abrí la boca para gritar, pero los insectos se colaron en ella, haciéndome toser. Sin embargo, lo hice:
—¡DOCE Y MEDIAA! ¡Quiero que mueran a las doce y media!
Entre el barullo y el siseo enfurecido de los insectos apenas pude escuchar mi voz y, aunque al principio no ocurrió nada, de repente, todos los insectos cayeron al suelo, muertos.
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