Mis amigos y yo teníamos ganas de meternos en líos aquel día. Habíamos oído hablar de una casa abandonada, desocupada desde hacía muchísimos años. Por fuera, era la típica casa de madera, como las que aparecen en las películas de miedo). Pero, desde fuera, era una casa absolutamente normal. Era blanca, desde las paredes al techo, pasando por los muebles, las escaleras... El patio era enorme, lleno de tierra y césped artificial seco y descuidado. Las escaleras eran de piedra, ladrillos y cemento. Sacamos algunos sillones y sofás al patio para descansar allí un rato.
De pronto, un hombre viejo con una blusa verde pistacho y una boina negra nos dijo que aquella casa era suya. No recuerdo si fue el viejo o el esqueleto que vislumbré en el fondo de aquella pesadilla quien mató a todos mis amigos. Me adentré en la casa, corriendo mientras subía los metros y metros de escaleras hasta llegar a una diminuta sala en la que tenía que estar encogida porque no podía ponerme de pie. Me ocultaba tras el muro pegado a las escaleras. El esqueleto, como si fuera el de un animal, me perseguía. Vi un palo, tal vez fuese un bate de béisbol y lo cogí para atizar al esqueleto cuando saltase sobre mí. El esqueleto estaba al otro lado del muro, esperando para pillarme desprevenida. Si yo lo mataba, todo abría acabado. Ambos sabíamos que nuestro enemigo estaba al otro lado del muro, pero ambos estábamos agachados, sin vernos. Él esperaba que yo bajara la guardia para atacarme y matarme igual que a mis amigos. Pero eso no iba a pasar. Yo esperaba que saltara lo antes posible para pegarle con el bate que todavía sostenía en mis manos. Y ocurrió. El esqueleto saltó sobre mí con la boca abierta enseñando sus afilados dientes. Pero antes de tocarme, el bate que sostenía en mis manos acertó en su cabeza y cayó inconscientemente al suelo. Comencé a darle más y más palizas para destrozar sus ya débiles huesos y así poder - finalmente - salvarme.
Este texto forma parte del libro "Pensamientos desastrosos".
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