Elena estaba nerviosa. Debía conducir sola hasta un pueblo perdido en medio de la nada, donde se celebraba un concierto de rock. Allí se reencontraría con sus amigos. El motivo por el que tuvo que irse sola fue porque anteriormente había tenido una reunión de estudiantes con un horario lo suficientemente tardío como para que los primeros grupos ya hubiesen tocado. Un escalofrío le recorrió toda la columna vertebral y no pudo evitar el vello erizado. Mala señal. Iba a suceder algo terrible. ¿Llovería y se cancelaría el concierto? Era raro que lloviese en verano, así que pensó otras teorías. Como por ejemplo, que se hundiera el escenario. Una noticia similar se había emitido en televisión hacía unas semanas. Estaba aterrada, pero sus amigos habían insistido. Querían animarla porque su antiguo novio y ella acababan de romper. Tenía diecinueve años y acababa de sacarse el permiso de conducir. Se atavió con unos vaqueros rotos de pitillo, una camiseta blanca de manga corta con tachuelas y unas zapatillas con suela fina.
Cuando no estaba con nadie, los recuerdos del pasado hacían mella en su mente, atormentándola y lanzándole amenazas de tristeza y nostalgia. Aquellos tiempos no estaban siendo beneficiosos para su salud mental. Sus amigos se volcaron mucho en ella. Demasiado. Natalia se había presentado voluntaria para darle consejos, Cristina para que se desahogase con ella, Nuria para que fuese su paño de lágrimas, Juan para animarle con sus bromas y Rubén para darle un abrazo y una palmadita en el hombro. Más de una vez les había pillado preocupándose, mirándola de reojo por alerta de lágrimas. Tenía que pasar de página, ya había pasado una semana.
Cogió las llaves del coche y una mochila con el móvil, las llaves de casa y algo de dinero. Salió disparada de casa, despidiéndose de su madre, quien le advirtió: “Y ve despacito, ¿eh?". Cerró la puerta, dirigiéndose al coche. Todo iba bien hasta que el coche, en un momento desafortunado a mitad del camino, comenzó a hacer un ruido sospechoso y metálico que le dio mala espina. Aparcó en el arcén, puso las luces de emergencia y cogió de la guantera el chaleco reflectante. Todavía se encontraba a veinte kilómetros del reciento en que se celebraban los conciertos. Puso los triángulos reflectantes y abrió el capó del coche, de cuyas entrañas salió una enorme bola de humo que se extendió por el cielo. Al cabo de un rato, todavía no había encontrado ni arreglado el fallo del coche y quiso llamar a la grúa y a sus padres, para que supieran lo que había sucedido, pero no había cobertura. Se apoyó de espaldas en la capota del coche y, con los ojos aun anegados en lágrimas, se dispuso a contemplar las estrellas, más hermosas que ninguna otra noche. Sólo le quedaba esperar que la noche se le hiciera corta y que muy pronto pudiera ver brillar el sol.
Sergio vislumbró un atisbo de luz reflectante a lo largo de la carretera, justo en una curva, así que comenzó a disminuir la velocidad. Conforme se acercó distinguió la figura de una muchacha sobre un coche. Cuando le vio llegar levantó las manos, a modo de aviso. Las luces de los faros la cegaron y se tapó el rostro con las manos. Finalmente, Sergio aparcó el coche y salió de él, enfrentándose a la oscuridad de la noche.
La chica llevaba puesto un chaleco reflectante. Cuando llegó a su lado se percató de que tenía los ojos hinchados y llorosos. Eran unos ojos verde pardo preciosos. El pensamiento que se le pasó fue: “Pobrecilla, seguro que le ha dado una buena llantina”. A pesar de sus ojos encharcados pensó que se trataba de una muchacha muy guapa. Pelo largo moreno con suaves ondulaciones. Manos muy pequeñas. En general, era de complexión menuda y delgada, dos cabezas más baja que él. No abultaba mucho ni llamaba la atención. En principio, no parecía ir maquillada, pero le quedaban restos de pigmentos negros alrededor de los ojos. Las lágrimas habían borrado todo maquillaje, dejando al descubierto un rostro natural y juvenil que a Sergio le pareció hermoso. Se despeinó el pelo rubio al acercarse a ella.
—Hola — saludó. La voz aguda y entrecortada de Elena le sorprendió a Sergio.
—Hola, ¿qué le ha pasado a tu coche?
—El motor echa humo, pero no sé porqué.
—Puedo echarle un vistazo. Soy mecánico.
—Claro, todo tuyo.
¡Qué casualidad tan maravillosa!, pensó ella.
—Conozco el modelo, mi primer coche fue el mismo que el tuyo. A excepción del color, claro. Uff, ¡qué nube de humo más enorme sale de tu coche! — exclamó él cuando abrió la capota.
—Sí, aunque te advierto que es la segunda — admitió ella.
—¿Has llamado a alguien para que venga a recogerte? ¿O a una grúa?
—Lo he intentado, pero no tengo cobertura.
—Déjame tu móvil para comprobar el operador…ah, sí. — le pidió.
—¿Qué?
—Tu compañía telefónica no tiene cobertura por aquí. Bueno, ni por aquí ni en ninguna otra carretera. Su servicio deja mucho que desear, créeme, hablo por experiencia. Yo llamaré a la grúa, no te preocupes.
—Gracias — suspiró aliviada y con una sonrisa.
Cuando Sergio terminó de llamar y dar las indicaciones del punto en que se encontraban, se acercó a Elena, que se había sentado en el suelo del arcén, apoyada en el coche.
—Me han dicho que tardarán unos veinte minutos, así que tendremos que ser pacientes — la chica le miró sorprendida cuando se sentó junto a ella.
—¿Te vas a quedar aquí?
—Claro, no te voy a dejar sola. Ya no me quedaría tranquilo.
—Gracias — dijo ella por segunda vez.
—De todas formas, no tengo nada que hacer.
—¿No tienes planes? — inquirió ella.
—Los tenía, pero se me han torcido.
—Entonces, estás en la misma situación que yo. Iba de camino al festival de rock que, en estos momentos, debe de ir ya por la mitad.
—¿En serio? ¡Yo también!
—¿Por qué se te han torcido a ti? El concierto es en la otra dirección, justo la opuesta por la que tú venías.
—Sí, pero primero había montado una fiesta en una casa rural para estar con mis amigos, mi hermano y una chica especial.
—¿Y qué ocurrió? — preguntó ella llena de curiosidad.
—Pues que ha resultado ser una chica no tan especial. No estábamos saliendo como novios, ni teníamos una relación propiamente dicha y sólo hace dos días que la besé por primera vez, pero creía que la chispa duraría más de lo que ha durado.
—A veces crees que una persona es especial, que vas a estar toda la vida con ella y resulta que tu felicidad ha estado pendiendo de un hilo muy fino, que desde el principio estuvo a punto de romperse. Y cuando se rompe, tu corazón lo hace también. Nada dura para siempre ni existen los príncipes azules.
—¿A ti también te han pegado un mazazo emocional últimamente?
Ella bajó la cabeza y sonrió de forma amarga.
—Mi novio me dejó hace una semana.
—Lo siento. ¿Llevabais juntos mucho tiempo?
—Haríamos un año dentro de un mes, más o menos. ¿Quieres saber el motivo? Otra mujer.
—Si te sirve de consuelo la chica que creía maravillosa no lo es porque la he pillado con otro en la cama que habían asignado para mí. ¿Y sabes quién es ese chico? Mi propio hermano.
—Lo siento muchísimo.
—Eso no es todo. ¿Sabes por qué estábamos celebrando una fiesta? Hoy es mi cumpleaños.
—Felicidades — musitó ella sin mucha alegría.
—Gracias — y se quedó callado.
Elena aguardó, hasta que finalmente Sergio rompió su silencio
—No la quiero, a la chica, pero físicamente me atrae muchísimo. A mí y a cualquier hombre. No ha sido agradable interrumpirles por sorpresa disfrutando de una velada sexual desnudos. Se supone que los hermanos están para ayudarse a superar los obstáculos. Pero no es el caso. Él es un año más joven que yo y desde pequeños todas las chicas han suspirado por él. Las mujeres lo ven más atractivo por la forma de vestir, porque físicamente, nos parecemos. Ambos somos altos, rubios y de ojos azules.
—Lo dices como si fueras vestido como un esperpento.
Entonces, Elena miró la camiseta verde oscura del festival de rock del año anterior y los pantalones negros de Sergio. Ambos se dieron cuenta, casi al mismo tiempo, de que sus zapatillas eran del mismo estilo y marca. Y ambas de color negro con puntera y cordones blancos.
—¿Con qué tipo de ropa suele vestirse tu hermano?
—Informal, pero un poco pijo. Pantalones ajustados, camisas, suéteres a cuadros…es de esos chicos que parece sexy aunque se vista con un saco de patatas.
Se quedaron callados, mirando el cielo lleno de estrellas. Fue Sergio quien lo rompió nuevamente. Parecía ser que se le daba mejor que a ella.
—No tenía pensado pasar por aquí esta noche. Todo ha sido mala suerte.
—Para mí ha sido suerte dentro de la mala suerte. Por supuesto, yo tampoco había planeado que mi coche se estropeara o que me quedara sin cobertura.
Sergio sonrió y Elena le devolvió la sonrisa. Su pensamiento fue nuevamente que aquella muchacha era realmente hermosa, incluso con los ojos todavía colorados por el llano. Al cabo de unos minutos infinitos, vieron llegar a la grúa. Un hombre no muy simpático puso mala cara al verles y remolcó el coche. Ella montó en la cabina, junto al conductor, no sin antes volver a darle las gracias a Sergio y dos besos en sendas mejillas. Él, cuando ya no pudo ver la grúa, subió a su coche y decidió volver a su propia fiesta. De alguna forma, su encuentro con Elena le había dado fuerzas. Estaba convencido de que se habría convertido en un caos tras su ida, y así había sido. Estaba dispuesto a dar la cara, a no ser un cobarde. Cuando Sergio aparcó el coche no se levantó siquiera. Recordó que aquella muchacha no le había dicho su nombre y él tampoco el suyo. No debería de haberle importado, pero lo hizo y sintió la urgente necesidad de saber cómo se llamaba. Pero era probable que no la volviera a ver nunca más, así que, no contento, intentó olvidarse de aquello y salió del coche para enfrentarse al mundo.
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