4/10/16

Cruce de destinos. Capítulo 11


Un monumental templete se alzaba glorioso en el centro del recinto feria, llenando de luz y color el espacio en que se encontraba. Los establecimientos que había a su alrededor no podían hacer frente a su majestuosa belleza. En su centro se hallaba un mástil blanco rodeado de largas filas de luces de diversos colores. El resto de la feria se componía de un largo paseo repleto de tómbolas, establecimientos de juegos, puestos de comida y atracciones.

Elena y sus amigos habían decidido aprovechar los diez días de feria que estaban programados. Fue la última en llegar al encuentro y quedó completamente sorprendida al ver allí a Sergio, quien la recibió con una sonrisa burlona.

— Hemos pensado que sería una buena idea invitarle. Ahora que os lleváis bien — anunció Cristina.

— ¿Eso es lo que les has contado? — inquirió Elena, molesta.

— Hemos tenido varias conversaciones por teléfono. Y te he regalado un libro — contestó con aire despreocupado.

— Los amigos de Elena no paraban de reír y cuchichear, cosa que a ella le irritaba en lo más profundo.

— Cómprale un gofre con chocolate blanco y un peluche gigante en los puestos de dardos y la tendrás loquita — le sugirieron.

— No se me conquista con regalos, sino con el carácter y la actitud.

— De verdad, ¡qué sosa eres en algunos momentos! — exclamó Cristina. Pero oí cómo le susurraba al oído a Sergio —. Tú hazme caso.

— No sé vosotros, pero a mí me apetece una copa — comentó Elena deseosa de cambiar de tema y ponerse en marcha.

Y así hicieron. Una copa. Y otra copa. Y otra, otra, otra...


*****


Cuando Elena abrió los ojos no reconoció el lugar. Sentía un dolor extremo en la cabeza y unas ligeras pero continuas ganas de vomitar. No recordaba los últimos acontecimientos. Estaba tumbada en una cama, de sábanas color morado. Aunque la persiana estaba bajada, un brillo de luz se adivinaba desde un pequeño resquicio. Las paredes de la habitación estaban decoradas con varios discos de vinilo y carteles de diferentes grupos de rock. Al lado del armario reposaba en su soporte una brillante guitarra roja y negra y en la pared contigua una estantería llena de libros, discos de música y algunas figuras. Pegando a la cama, una mesita de noche negra, con un flexo, una cartera marrón y unas llaves. No sabía a quién pertenecía aquella habitación.

Se levantó dando tumbos por la sala y abrió la puerta, la cual daba a un pequeño pasillo y de ahí a una sala de estar en la cual no tardó en descubrir que alguien dormía sobre un sofá de tres plazas de color azul. Reconoció enseguida a Sergio por sus cabellos dorados. Se acercó a él y, accidentalmente, se golpeó el pie con una mesa de cristal, despertándolo. Al principio la miró desorientado y confundido. Luego, le dedicó esa mirada y sonrisa burlonas que a ella la ponían nerviosa.

— No aguantaste mi ritmo de copas anoche — se burló él.

— Supongo que tienes más resistencia que yo con el alcohol.

— Con poco. Visto lo poco que bebiste anoche y lo rápido que caíste — Soltó una carcajada que sonó ronca por el sueño.

— Será que soy un muermo.

— No te creas. Sabes divertirte, lo que pasa es que no estás acostumbrada a beber. Además — dijo poniéndose serio —, prefiero un muermo antes que una borracha empedernida a la que tengo que cuidar como si de un bebé se tratara y con cierta tendencia a coquetear con otros chicos incluso cuando su novio está delante.

— Vaya... — Elena se quedó fascinada. Era la primera vez que veía una pizca de vulnerabilidad en Sergio. ¿Había soportado tener novias así? — Eso hizo que acabara la relación, supongo.

— No...en verdad me engañó con otro.

— ¿Hablas de la chica de tu cumpleaños? ¿La de la noche que nos conocimos?

— Otra chica en realidad.

— Oh, lo siento.

— ¿Tienes hambre? — preguntó él, visiblemente incómodo y deseoso de cambiar de tema.

Elena asintió, estaba hambrienta, incluso a pesar del tremendo dolor de cabeza por los excesos de la noche anterior. Sergio preparó tortitas mientras ella bostezaba una y otra vez sentada en una de las cuatro sillas de la cocina. Ambos las engulleron en un santiamén.

— ¿Por qué no lo intentamos?

— ¿El qué? — preguntó Elena, fingiendo no saber a qué se refería.

— No te hagas la tonta. Ya sabes lo que quiero decir. Ahora mismo crees que es imposible, que no hay escapatoria. Nos hemos quedado estancados. Tú y yo. Tú pareces detestarme sólo porque yo no he sabido jugar bien mis cartas. ¿Pero y si resulta que tenemos la solución frente a nuestras narices y ahora mismo, por las circunstancias que sean, somos incapaces de verla? Simplemente debemos empezar de cero.


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